Salvador Peña
Tomó mi
mano, en su muñeca llevaba una pulsera de flores. Sin mirarme caminó por la
arena, yo detrás como un niño. Nadie nos veía, mi mano comenzó a sudar y la sal
se juntaba en mis labios. Mientras nos acercábamos a la cueva mi corazón latía
más rápido. El sol con sus naranjos tonos hizo de velo, volviéndonos
invisibles. Ni Benavides tuvo un tesoro más grande como esa perla, con esos
labios y esas caderas recién descubiertas. Ese año ella sería la reina. Lo supe
cuando el bus, en el cual volvía a mi pueblo, pasaba frente al escenario. Quise
bajarme, pero el destino lo impidió. Volví a mi asiento y con un suspiro
descargué mi ansiedad.
Ya
estoy viejo, lo sé. Pero jamás olvidaré ese primer amor, allá en las suaves
arenas de Lebu.
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