Tlonuqbar
Mientras contempla en
silencio el enigmático baúl, el anciano deja la llave en sus manos.
De los labios del
octogenario –que acaba de confesarle que es su abuelo– brota todavía un débil
susurro:
–Alejandro, hijo mío, no
te vayas. Hay algo más que debo decirte.
–Dentro del baúl –lo
señala como si de ello dependieran las palabras que siguen– encontrarás las
joyas de la ciudad de Lebu.
Tras el silencio dejado
por estas últimas palabras, un intenso escozor recorre vorazmente la mano donde
tiene aprisionada la llave. A pesar del ardor decide no abrirla: ¡Sí!, teme que
se la arrebaten.
Avergonzado por su
cobardía, abre los ojos. En la habitación, las sombras del atardecer lo han
devorado todo. A su costado, en el viejo camastro, el anciano descansa
apaciblemente, ajeno ya a los dilemas terrenales.
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