Antonio Paz
Como
nunca el avión despegó a tiempo. Los dos permanecían silenciosos en asientos
contiguos, palpando por separado los contornos del desenlace que ambos
presentían inevitable. El rascaba sus manos a causa de una ansiedad largamente
arrullada en intentos de desencanto que terminaron por eclipsar el brillo de su
esperanza amarilla en un reguero de años marchitos. Ella dejó escapar su mirada
por la ventanilla, condensándola en las
nubes tristes que abandonaron. En la primera escala, el aeropuerto de Iquique
los sorprendió llorando en el último abrazo de amor. Ella desembarcaría allí
con sus nueve años de edad donde la esperaba su padre. Su abuelo, en cambio,
que se quedó sentado y aferrado a su gargantilla con la imagen en colores
carbón de la virgen de Boca Lebu que llevó colgada desde su nacimiento,
continuaría vuelo hasta Santiago donde lo esperaban su hija, el pabellón
quirúrgico, un oncólogo y su pronóstico devastador.
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