Abal Temetlaba
Le dije que ahora era
mía y que podía contarlo a quien quisiera y esperé a que su rostro se llenara
de orgullo, de gratitud. Le acaricié las negras trenzas de negro pelo y le pedí
que mirará a su alrededor, esperando, todavía esperando le pedí que mirara bien
y que supiera que ahora todo aquello detrás del cerco era suyo y mío, nuestro,
sólo nuestro, y le señale el río y al fondo entre las montañas la vertiente que
nacía de las rocas, fluyendo así desde que el tiempo tenía otro nombre, o
ninguno. Y estaba seguro que la expresión llegaría, la expresión que me traería
paz y seguridad y clausuraría el deseo. Pero ella ya no me miraba, miraba el
cielo y el río y las montañas y el verde follaje del valle. “Lebu”, murmuró
para sí. Me miró como una diosa. “El río no es de nadie”.
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