Era
un hombre tozudo. Marcado por una infancia dura, con un padre severo, que lo
llevó por el camino de la carrera militar. Sus convicciones eran propias de una
persona calculadora, donde la palabra piedad era símbolo de flaqueza. Esa
tarde, golpeando con fuerza la mesa de su escritorio, manchando con sudor los
planos y mapas de la región, se percató de la debilidad de su enemigo. Un grupo
de trúhanes movilizados por la ambición, capaces de aliarse hasta con el mismo
diablo. Por otro lado, indígenas, algunos incentivados por un francés de poca
monta que los embaucaba con una voz firme y una apariencia de semidios, y
aquellos con vocación de lealtad a sus tierras, serían blanco fácil para un
intendente y supuesto fundador: sus campos desaparecerían y junto a ellos, la
esperanza de subsistir en un mundo fortificado, donde la venta y el rendirse es
la alternativa final. Suspiró aletargado.
Mariana
Latorre
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