Del fondo de la cueva salió un hombre, todo de negro,
con un ojo blanco. Los montoneros supieron que era el brujo.
-Vicente, amigo mío, mal se te ve.
-Son semanas de huir, acosado por los insurgentes. Si
los tuyos no me dan paso para escapar por esta Salamanca, antes del amanecer
seremos descubiertos… y fusilados.
-Sabes que solamente daré paso a quien pague el
pontazgo. Y no es con maravedíes que lo pagarán.
-Traigo tesoros, brujo. Conozco las normas. Tres
aperos de plata pagarán por mí y mis dos oficiales, y nueve arrobas del vino
más fino, una por cada soldado.
Los soldados se miraron entre sí, consternados.
-Don Vicente, mientras le esperábamos hemos bebido de
aquel vino. No quedan ya sino ocho barricas.
Benavides frunció el ceño, sacó la última carga de
pistola que les quedaba y la lanzó al suelo.
-Por glotones, decidirán ustedes quién se quedará
–anunció, entrando a la cueva.
Sebastián
No hay comentarios:
Publicar un comentario