Emanuel
Sentado,
absorto en recuerdos de su natal Lebu, miraba por la ventanilla del vagón a los
pasajeros que subían al Metrotren, rumbo a San Fernando. Su ajado rostro y
barba de chivo; su raído gabán, color negro; el sombrero de copa, desteñido;
gruesos lentes y un bastón, con empuñadura de marfil; le infundían un aire de
caballero inglés que atraía las miradas de los viajantes. En su regazo, llevaba
una bolsa transparente con radiografías y un sobre con un logotipo de una
clínica médica. De su abrigo extrae tres pequeños sobres de veneno para ratas y
los examina. La muchacha universitaria, sentada frente a él, intrigada, le
pregunta: “¿va a matar muchos ratones, acaso? El anciano levanta la vista, y
con una mirada triste, le responde: “No, son para mi decena de gatos regalones
y… si alcanza…para un gato viejo y enfermo más”.
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