Aguja
Isabel, la
profesora de Historia de Lebu, era el ideal de mujer para mucho; nos babeábamos
cuando pasaba, si hablaba, nos magnetizaba. Lo más impresionante eran sus
senos, nos imaginábamos buceando en aquel mar. Una noche, después de la campana
que anunciaba la hora del sueño, alguien se percató de que en el albergue de
las profesoras había una persiana abierta, Todos vinieron para mi litera, el
mejor punto de observación; cien ojos asechaban la posibilidad de ver a Isabel
desnuda, y así fue —casi—: se quitó la blusa —los que no se habían decidido, se
incorporaron al grupo—, se zafó un tirante, traqueo la litera; se zafó el otro,
volvió a traquear, y se vino abajo con toda la carga humana. Seguimos
imaginándonos los senos de la profe.
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