Era la
tercera vez que se fugaba de su casa, ¡se sentía tan abrumada! Y es que –como
su abuela solía decir–, la brisa del mar purificaba todo aquello que le
molestaba; toda esa rabia acumulada. Ese viento frío que sentía mientras
caminaba por el largo muelle tan lleno de recuerdos la confortaba como nada más
en el mundo. Además, llegó en el momento perfecto –su favorito, sin duda, del
día–: cuando el cielo se tornaba de un naranja intenso y daba la impresión de que
el mundo se detenía por un segundo para contemplar tal belleza.
Amelia
volteó hacia las pequeñas luces de Lebu, ciudad que había presenciado desde sus
primeros pasos hasta aquel primer beso. Sintió un nudo en la garganta al
recordar cómo le había gritado a su mamá tan bruscamente y dejado la casa sin
advertencia alguna… Se sentía tan culpable. Era hora de regresar y disculparse.
M.C.
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