El viento arreciaba y yo escuchaba a
lo lejos el bramido del toro furioso que aguardaba siempre en la entrada.
Benavides nos gruñía desde el frente:
-¡Traigan todo!, ¡No se nos puede
quedar nada!
Con las bolsas llenas y los cajones
a más no poder, de oro, plata, miedo y otras inmundicias.
El miedo y el recuerdo de mi meñique
triturado por aquel hombre que gritaba, me empujaba y no daba tregua. Pero el
odio también me crecía como el humo de las carabinas.
Le dije a Hilario:
-¡Deja la tuya detrás de esa piedra,
y lleva ésta otra!
La mirada turbada del indígena me
hizo dudar de la confianza que me tenía. Pero accedió.
Era fácil, en aquella algarabía
nadie lo notaría. Lo hacía más por orgullo que por necesidad. A la vuelta seria nuestro el pequeño motín.
No contaba yo con lo corta que es la
vida y las balas en mi pecho.
Ricardo C.
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