El calor y su inevitable pesadumbre
atravesaban los techos y las paredes de las casas de Lebu. Sofocado, inquieto,
irritante, el sobrino de Vicente escribía a puño y letra mientras bebía cerveza
en la cocina. A oscuras, con las persianas bajas, su lamento no cesaba. Tomó el
sombrero de paja y se marchó.
Durante el camino se sintió aturdido por el
sol. Al entrar en el cementerio saludó al guardia y compró algunas flores, era
cosa de todos los años. Buscó la tumba de su tío y cuando se iba acercando vio que
el ataúd estaba fuera de la fosa. Gracias al sepulturero, que siempre se
portaba tan amablemente. Abrió la vieja caja de madera y sus ojos grises
chocaron contra el rostro descompuesto de Vicente. Puso la carta, o, mejor
dicho, el lamento, en el pecho del cadáver y bajó la tapa.
Luego de cubrir la fosa con tierra, dispersó
las flores encima.
Caín
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