Una fogata nocturna, alimentada con ramas de ulmo nos daba calor y luz en una noche sumamente fresca. Era el invierno más crudo de los últimos años. Mi madre y yo estábamos en la isla despidiendo los restos de mi abuelo, uno de los ochocientos habitantes del lugar. Era nostálgico y arraigado como cada uno de los lugareños. Jamás había puesto un pie fuera de sus límites. Ahora, sus cenizas, volaban por el aire de su amado lugar. Quizá, pensé, serían transportadas por el viento hasta el mar y por éste a cualquier lugar del mundo. ¿Perú? ¿Japón? Que ironía, ¿no?
No llegué a conocerlo bien por problemas familiares de larga data. No sé si era buena persona, si era creativo, si alguna vez en la vida hizo algo destacado. Mi madre no me habló de él. Sólo lo hizo para comunicarme su muerte. Pero sé una cosa: jamás me iré de Isla Mocha.
Cristina Burgos
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