Observaba las estrellas y la costa opuesta. El río Lebu era una alfombra oscura y fresca que nos defendía del calor diurno. Por las noches, siempre bondadoso, era perfecto para la pesca. Pejerreyes y congrios transitan sus aguas iluminadas por la luna, su amiga nocturna, indiferentes a las cañas de los pescadores que ahogan sus penas o desatan su vanidad en el río que atraviesa el oeste chileno. La mano, suave y tibia, de Carolina se posó en mi hombro desnudo. No me habló, sólo contempló el horizonte conmigo. Se agachó y me besó en la mejilla. Percibí su aliento caliente y su perfume con aroma a mora salvaje. Fui feliz, una vez más, en esa orilla lodosa y poblada de pajonales. Me puse de pie, mientras observaba la silueta curvilínea de mi amiga marchándose a contraluz, y me arrojé de cabeza al abrazo protector de las aguas de Lebu.
Cristina Burgos
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