Cuatro
idiomas y dos carreras, no la inmunizaron contra la cesantía, ni la
desesperación. Por eso, cuando conoció al solterón de seguridad desplegó tal
carnaval de seducción que desató en el pobre un torrente de endorfinas que nublaron
su reputado buen juicio y pusieron, en un descuido imperdonable, el plano de la
caja fuerte en sus manos. Desde entonces se suceden las carrerillas desde el
comedor a su cuarto cargando linternas, cronómetros y ropa negra, siempre
cabizbaja, evitando la mirada escrutadora de su abuela que la observa desde el
severo retrato en lo alto de la pared, adivinando su intención, fascinada con
los preparativos del plan que ejecuta con precisión de relojero, rememorando,
conmovida, que también ella le torció la mano a su mohoso destino de esposa
complaciente escapando en el mismísimo portaequipajes del pintor itinerante que
la inmortalizó en ese cuadro, en la Cueva del Toro, con un gesto adusto que
supo disipar cualquier sospecha.
Eva
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