Susurra
el viento en una lengua antigua, elevando a las gaviotas que le siguen,
ruidosas, en su peregrinaje sobre el río de plata.
—Luefú—silba,
agitando sus aguas, presintiendo los hombres la misteriosa presencia que
cabalga, por doquier, glacial, y que les obliga a subir solapas para disimular
el escalofrío, y persignarse a la carrera, agoreras, a las mujeres piadosas.
Los chiquillos, inquietos, corren a sus casas buscando refugio entre los
aullidos miedosos de los perros, y el nervioso aleteo de las gallinas en los
patios. Cada ocho de octubre se levantan, al caer la tarde, apartando los
pesados túmulos de piedras ancestrales, las atormentadas almas lafkenche
segadas por el dominio del territorio, elevándose, justicieras, entre el
murmullo de las conversaciones apagadas que se cuelan junto al humo de las
modestas chimeneas. Esta noche se revuelven las ascuas de la memoria, y el
pueblo, mestizo, tragado por la oscuridad, siempre sueña lo mismo.
Eva
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