Reconocí
en Lebu la mirada de la nube más perfecta. Hacía 1922, y a la muchachita de 15
años la esperaba en las afueras de su colegio, supliqué por meses que
aprendiera a amarme y convencidos coronamos a la ciudad como la cuna de nuestro
idilio (perenne).
Frente
a las olas rondaban mis brazos por su cintura gélida mientras ella decía que me
quería solamente con sus pies descalzos.
Para
el final quedaron las cenizas en la arena de lo que fue nuestro entrelazo de
manos.
Una
caminata con su sombra convertía cien años de desdicha en nuestro ideal del
cielo. Su piel, tersa y morena, rodeaba todos mis encantos y complacía mis más
mesurados pensamientos.
Ya
pasaba el lustro, su epitafio dictaba mal su nombre y el silbo embobaba
completamente mi mirada. Sus ojos perplejos solamente yacían en una esquina de
mi cabeza, aunque ésta ya estuviera desaparecida en lo profundo del océano.
Noailles
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